lunes, 24 de agosto de 2015

Capítulo III

ENSEÑANZA DE LA VERDAD

1. ¡Dichoso el hombre a quien la Verdad misma enseña, así como ella es, no por medio de figuras y voces que mueren!
El pensamiento y el sentido con frecuencia nos engañan, y poco es lo que ven.
¿De qué sirven cavilar tanto acerca de cosas ocultas y oscuras por cuya ignorancia no se nos reprenderá en el juicio?
Gran tontería  es el descuidar lo útil y necesario por atender a lo curioso y dañoso. De veras que tenemos ojos y no vemos.

2. ¿Qué nos importan a nosotros los géneros y las especies? El hombre a quien habla el Verbo Eterno, de muchas opiniones se desenreda. Porque todo viene de ese Verbo Eterno, y todo dice una sola cosa: el principio, el cual nos habla.
Sin él nadie entiende, ni juzga bien. Firme tiene su corazón, en Dios descansa tranquilo, el hombre para quién todas las cosas son una sola, las reduce todas a una sola y las ve todas en una sola.
¡Oh Dios que eres la verdad! Haz que esté unido a ti con un amor eterno.
A menudo me aburro de oír y de leer tantas cosas. En ti esta todo lo que quiero, y todo aquello porque suspiro.
Que callen todos los maestros, que todas las criaturas enmudecen en tu presencia; sólo tú háblame.

3. Cuanto más unificado esté uno interiormente y más simplificador exteriormente, tanto más cosas y tanto más profundas entiende sin trabajo; porque de arriba recibe luz para entenderlas.
Un alma pura, sencilla y constante, no se disipa entre muchas ocupaciones; porque todo lo hacer por el honor de Dios, procurando no ocuparse en la busca de sí misma.
¿Quién te estorba y te molesta más que los afectos inmortificados de tu propio corazón?
Una persona buena y piadosa primero dispone en su interior aquellas obras que exteriormente tiene que hacer.
No la arrastra su mala inclinación a ejecutarlas; al contrario, la hace doblegarse al imperio de la recta razón.
¿Quién sostienes más dura lucha que aquél que trata de vencerse?
Nuestra ocupación debiera consistir en vencernos, en hacernos cada día más fuertes que nosotros mismos, en ir mejorando un poco todos los días.
4. Toda perfección de esta vida va junta con alguna imperfección; y ninguna de nuestras concepciones está libre de oscuridad.
El humilde conocimiento de ti mismo es camino más seguro para llegar a Dios que las profundas investigaciones de la ciencia.
No es reprobable la ciencia, ni ningún otro conocimiento más sencillo de alguna cosa buena en sí y ordenada por Dios; pero siempre hay que preferir la buena conciencia y la vida virtuosa.
Mas como muchos ponen más empeño en adquirir el saber en qué vivir bien, a menudo se extravían, y aprovechan poco, y aun casi nada.

5. ¡Oh, si tan activos fueran para arrancar de raíz los vicios y cultivar las virtudes, como lo son para suscitar disputas, no habría tantos pecados y escándalos entre el pueblo, ni tanta relajación en los monasterios!
Seguramente que el día del juicio no se nos va a preguntar qué leímos, sino que hicimos; ni qué tan bien hablamos, sino qué tan religiosamente vivimos.
Dime: ¿dónde están todos aquellos señores, todos aquellos maestros que tan bien conociste cuando aún vivían y en sus estudios florecían? Ya otros ocupan sus canongías, y quién sabe si de ellos se acordaran. En vida, parecían valer algo; ahora ya no hay quien hable de ellos.

6. ¡Oh, qué pronto pasa la gloria del mundo!
¡Ojalá que su vida hubiera sido conforme a su saber! Entonces si habrían estudiado y leído como se debe.
¡Cuántos del siglo se pierden por la vana ciencia, por cuidar poco de servir a Dios!
Como prefieren la grandeza a la humildad, piensan en puras vanidades.
Pero es verdaderamente grande el que tiene gran amor.
Es realmente grande el que para sí mismo es pequeño, teniendo en nada todas las alturas del honor.
Es verdaderamente sensato el hombre que por ganarse a Cristo considera como estiércol todo lo terrenal.

Por fin, es verdaderamente sabio el hombre que hace la voluntad de Dios, renunciando a la suya propia.

martes, 11 de agosto de 2015

Capítulo II

POCA ESTIMA DE UNO MISMO

1. Todos tenemos por naturaleza el deseo de saber.  Pero, ¿de qué sirve saber, si no se teme a Dios?
No hay ninguna duda de que vale más el humilde campesino que sirve a Dios, que el orgulloso filósofo que se descuida a sí mismo por estar mirando el curso de las estrellas.
El que conoce bien, se tiene en poco, y le disgustan los elogios de los hombres.
Si yo supiera cuanto hay en el mundo, sin estar en gracia, ¿de qué me sirviera ante Dios que por mis obras me juzgará?

2. Que se te enfríe ese ardor excesivo de saber, porque en eso hay gran distracción y grande ilusión.
En efecto, a los sabios les gusta aparecer sabios, y tener fama de sabios.
Hay muchas cosas que poco o nada le importa al alma el saberlas.
Muy tonto es quien se dedica a lo que no le ayuda a salvarse.
La multitud de palabras no llena el alma; la vida buena es lo que da descanso al espíritu; la conciencia pura engendra una gran confianza en Dios.

3. Mientras más sepas, y con mayor perfección lo sepas, tanto más severo será tu juicio, si no vives con mayor santidad.
De modo que no te enorgullezcas por ninguna ciencia que se te dé, ni por ningún arte; antes bien, vive temeroso de poseer tales conocimientos.
Si a ti te parece que sabes muchas cosas, y que las entiendes bastante bien, no dejes de pensar que son todavía muchas más las que ignoras.
“No te subas en tu opinión”; mejor confiesa tu ignorancia.
¿Por qué quieres preferirte a todos, habiendo tantos más sabios que tú, y más peritos en la ley?
Si quieres aprovechar lo que aprendas y sepas, procura que ni te conozcan, ni te tengan en nada.

4. La más profunda y útil de todas las ciencias es el conocimiento exacto y la desestima de uno mismo.
Gran sabiduría, gran perfección, es el no tenerse uno en nada, teniendo siempre a los otros en buena y elevada opinión.
En caso de ver pecar evidentemente a otro, o aun de verlo hacer cosas graves, ni aun así debes creerte mejor que él, porque no sabes si permanecerás siempre en la virtud.

Porque todos somos frágiles, pero no vayas a creer que ninguno es más frágil que tú.

miércoles, 22 de mayo de 2013


LIBRO I

CONSEJOS QUE SIRVEN PARA LLEVAR VIDA ESPIRITUAL

Capítulo I

IMITACIÓN DE CRISTO Y DESPRECIO DE TODAS LAS VANIDADES DEL MUNDO

1. “El que me sigue no va a oscuras”, dice el Señor. Estas palabras son de Cristo y con ellas nos enseña a imitar su vida y sus virtudes, si queremos gozar de la luz verdadera, y librarnos de la ceguera del alma.
Por esta razón, que la meditación acerca de la vida de Jesucristo sea el más profundo de nuestros estudios.

2. La enseñanza de Cristo es superior a todas las enseñanzas de los santos; y el que tenga su espíritu, en ella encontrará un maná escondido.
Pero suele suceder que muchos, aunque oigan con frecuencia el evangelio, pocas ganas sienten de practicarlo, por faltarles el espíritu de Cristo.
En cambio, el que quiera adquirir la plena y sabrosa inteligencia de las palabras de Cristo tiene que esforzarse por arreglar toda su manera de vivir conforme a la de él.

3. ¿De qué te sirve hablar profundamente acerca de la Trinidad, si no tienes humildad, y por eso desagradas a la misma Trinidad?
Verdaderamente, los discursos profundos ni santifican a nadie, ni lo justifican. La vida virtuosa es lo que hace a uno agradable a Dios.
Quiero más bien sentir la compunción, que saber su definición.
Si supieras de memoria toda la Biblia y las doctrinas de todos los filósofos, ¿de qué te sirviera todo eso sin el amor y la gracia de Dios?
“Vanidad de vanidades, todo vanidad”, menos el amar a Dios y servirle a él solo.
Esta es la sabiduría suprema: encaminarse al Reino de los Cielos con el desprecio del mundo.

4. De modo que es una locura el andar buscando riquezas que se acabarán, poniendo en ellas la esperanza.
Es también locura el aspirar a honores, elevándose a alta posición.
Es una locura el dejarse arrastrar de las pasiones carnales, apeteciendo placeres por los cuales al cabo se tiene que sufrir terrible castigo.
Es una locura desear larga vida, cuidando poco de que sea buena.
Es una locura el preocuparse solamente de la vida presente, sin previsión de la vida futura.
Es una locura el aficionarse a lo que tan pronto se acaba, el no afanarse por llegar allá donde los goces duran para siempre.

5. Recuerda con frecuencia este adagio: “ni el ojo se sacia de ver, ni el oído de oír”.
 En consecuencia, empéñate por arrancar tu corazón del amor a las cosas visibles, apegándolo a las invisibles. Pues los que se dejan llevar de sus sentidos manchan su conciencia y pierden la gracia de Dios.

sábado, 18 de mayo de 2013

BREVES DATOS ACERCA DE TOMAS DE KEMPIS

Tomás Haemerken (en español Martillito, en latín Malleolus) autor de la Imitación de Cristo, nació en el pueblo de Kempen, no lejos de Düsseldorf, Bajo-Rin, antiguo electorado de Colonia, Alemania, en 1379 u 80, y murió en el monasterio del Agnetenberg, el 25 de julio de 1471.

Era hijo de un obrero metalúrgico, llamado Juan, y de una Gertrudis que parece haber tenido una escuelita de niños en el pueblo. Según la costumbre literaria de aquellos tiempos, Tomás recibió el nombre o apellido latinizado a “Kempis”, olvidándose por completo su nombre de familia.

Tenía un hermano mayor que él como unos trece o catorce años, llamado Juan, quien llegó a ser prior del monasterio de Agnetenberg, cerca de Zwolle, en el distrito de Windesheim.

Lo mandaron a estudiar a Deventer, Holanda, con aquellos amables hermanos y puros cristianos, los Hermanos de la Vida Común, fundados por el rico holandés Gerardo Groote, ganado a la virtud por el místico Ruysbroek.

El futuro monje del Agnetenberg tendría doce o trece años cuando llego a Deventer, donde estudió las humanidades y demás materias que entonces se estudiaban, con el excelente maestro Florencia Radewyn.

Algunos de aquellos hermanos habían tenido la idea de fundar un monasterio según el espíritu de Gerardo Groote, para que allí abrazaran la vida religiosa aquellos de sus hermanos que quisieran hacerse frailes. Los Hermanos de la Vida Común no lo eran.

Tomás se metió de monje como a los diecinueve años de edad, pero no profeso hasta 1406, y no se ordeno sino hasta 1413, porque aquel monasterio apenas comenzaba, carecía de recursos, a duras penas se construía y se sostenían los monjes.

Tomás fue electo dos veces subprior, y una vez fue nombrado ecónomo. No sirvió para este cargo, pues era demasiado espiritual y abstraído del mundo del mundo y de los negocios del mundo, y hubo que relevarlo.

Escribió una crónica de su monasterio hasta poco antes de su muerte, y varios tratados de bella mística que a veces rayan en lo sublime.

Su obra principal es la Imitación de Cristo. Fue escrita anónima, acabada en 1418. Pronto se copió y se difundió por dondequiera, algunas décadas antes de la difusión de la imprenta. En 1441 escribió Tomás y firmó con su nombre un códice o legajo que contenía los cuatro libros de la Imitación y otros varios tratados pequeños. Dicho código puede verse en la Biblioteca Real de Bruselas nos. 5855-61.

Como la Imitación salió anónima al principio, manuscrita, se hicieron muchas conjeturas acerca de su autor. A quien más tiempo se le atribuyó fue al piadoso y sabio canciller  de la Sorbona, Gerson, contemporáneo de Tomás de Kempis. Tal opinión quedó definitivamente descartada; criterios internos y externos prueban lo contrario.

Dice un escritor, y parece que con razón, que una persona de recto sentido histórico, y sin prejuicios, no podrá menos que admitir que Tomás de Kempis es el verdadero autor de la Imitación de Cristo. Criterios internos y externos, entre éstos el testimonio irrefutable de algunos de sus compañeros y amigos del Agnetenberg, convencen de que Tomás de Kempis es el autor de este librito de oro. Pueden leerse los artículos sobre Kempis en el Kirchenlexicon, en la Enciclopedia Británica, y en la Enciclopedia Católica Inglesa acerca de esta cuestión que antes tanto se debatió. Puede decirse que hoy en día Kempis es considerado generalmente con el autor de la Imitación.

Kempis pasó toda su vida copiando libros, y muy bien que lo hacía. El y los demás monjes del Agnetenberg con ese trabajo se sostenían, aunque con mucha pobreza. Todavía existe una Biblia en cuatro tomos que él copio de su puño y letra.

Estos frailes de Agnetenberg se llamaban canónigos regulares (no se confundan con los canónigos de las iglesias catedrales), y observaban la regla de San Agustín. Eran sumamente respetados y venerados, los del Agnetenberg, por su puro cristianismo verdadero espíritu religioso.

El monasterio del Agnetenberg fue destruido durante los trastornos de la Reforma.  El elector de Colonia, príncipe – arzobispo Hendrick, mandó trasladar los restos de Tomás, que yacían no lejos del antiguo  monasterio, a la Iglesia de San Miguel, de Zwolle, en 1685.

Doscientos años después, en 1897, se erigió un monumento a Tomás de Kempis, en dicha Iglesia de San Miguel, por suscripción de sus admiradores en todo el mundo. Ese monumento lleva una inscripción que dice así: “Honori, non memoriae Thomae Kempeemsis, cujus nomen perennius quan monumentum “, que podría traducirse  al español: “No para recordar, sino para honrar a Tomás de Kempis, cuyo nombre durará más que cualquier monumento”.