Capítulo III
ENSEÑANZA DE LA VERDAD
1. ¡Dichoso el hombre a quien la Verdad misma
enseña, así como ella es, no por medio de figuras y voces que mueren!
El pensamiento y el sentido con frecuencia nos
engañan, y poco es lo que ven.
¿De qué sirven cavilar tanto acerca de cosas
ocultas y oscuras por cuya ignorancia no se nos reprenderá en el juicio?
Gran tontería
es el descuidar lo útil y necesario por atender a lo curioso y dañoso.
De veras que tenemos ojos y no vemos.
2. ¿Qué nos importan a nosotros los géneros y las
especies? El hombre a quien habla el Verbo Eterno, de muchas opiniones se
desenreda. Porque todo viene de ese Verbo Eterno, y todo dice una sola cosa: el
principio, el cual nos habla.
Sin él nadie entiende, ni juzga bien. Firme tiene
su corazón, en Dios descansa tranquilo, el hombre para quién todas las cosas
son una sola, las reduce todas a una sola y las ve todas en una sola.
¡Oh Dios que eres la verdad! Haz que esté unido a
ti con un amor eterno.
A menudo me aburro de oír y de leer tantas cosas.
En ti esta todo lo que quiero, y todo aquello porque suspiro.
Que callen todos los maestros, que todas las
criaturas enmudecen en tu presencia; sólo tú háblame.
3. Cuanto más unificado esté uno interiormente y
más simplificador exteriormente, tanto más cosas y tanto más profundas entiende
sin trabajo; porque de arriba recibe luz para entenderlas.
Un alma pura, sencilla y constante, no se disipa
entre muchas ocupaciones; porque todo lo hacer por el honor de Dios, procurando
no ocuparse en la busca de sí misma.
¿Quién te estorba y te molesta más que los afectos inmortificados
de tu propio corazón?
Una persona buena y piadosa primero dispone en su
interior aquellas obras que exteriormente tiene que hacer.
No la arrastra su mala inclinación a ejecutarlas;
al contrario, la hace doblegarse al imperio de la recta razón.
¿Quién sostienes más dura lucha que aquél que trata
de vencerse?
Nuestra ocupación debiera consistir en vencernos,
en hacernos cada día más fuertes que nosotros mismos, en ir mejorando un poco
todos los días.
4. Toda perfección de esta vida va junta con alguna
imperfección; y ninguna de nuestras concepciones está libre de oscuridad.
El humilde conocimiento de ti mismo es camino más
seguro para llegar a Dios que las profundas investigaciones de la ciencia.
No es reprobable la ciencia, ni ningún otro
conocimiento más sencillo de alguna cosa buena en sí y ordenada por Dios; pero
siempre hay que preferir la buena conciencia y la vida virtuosa.
Mas como muchos ponen más empeño en adquirir el
saber en qué vivir bien, a menudo se extravían, y aprovechan poco, y aun casi
nada.
5. ¡Oh, si tan activos fueran para arrancar de raíz
los vicios y cultivar las virtudes, como lo son para suscitar disputas, no
habría tantos pecados y escándalos entre el pueblo, ni tanta relajación en los
monasterios!
Seguramente que el día del juicio no se nos va a
preguntar qué leímos, sino que hicimos; ni qué tan bien hablamos, sino qué tan
religiosamente vivimos.
Dime: ¿dónde están todos aquellos señores, todos
aquellos maestros que tan bien conociste cuando aún vivían y en sus estudios
florecían? Ya otros ocupan sus canongías, y quién sabe si de ellos se
acordaran. En vida, parecían valer algo; ahora ya no hay quien hable de ellos.
6. ¡Oh, qué pronto pasa la gloria del mundo!
¡Ojalá que su vida hubiera sido conforme a su
saber! Entonces si habrían estudiado y leído como se debe.
¡Cuántos del siglo se pierden por la vana ciencia,
por cuidar poco de servir a Dios!
Como prefieren la grandeza a la humildad, piensan
en puras vanidades.
Pero es verdaderamente grande el que tiene gran
amor.
Es realmente grande el que para sí mismo es
pequeño, teniendo en nada todas las alturas del honor.
Es verdaderamente sensato el hombre que por ganarse
a Cristo considera como estiércol todo lo terrenal.
Por fin, es verdaderamente sabio el hombre que hace
la voluntad de Dios, renunciando a la suya propia.